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La función simbólica del Rey en contextos de crisis constitucional

Rafael L. Landaeta Arizaleta
Elisa Vagnone Lasaracina

Reflexión de un ciudadano pensante

«Juré lealtad a una nación que me enseñó que la ley era más que letras, era un pacto moral, un marco de convivencia, un escudo frente a la arbitrariedad. Y juré; también que el Rey, ese garante de unidad y permanencia, estaría ahí cuando el edificio constitucional temblara. Pero hoy, cuando lo que está en juego no es un matiz legal, sino la esencia misma del Estado, me pregunto: ¿de qué sirve el Rey si no actúa? ¿Para qué; fue su juramento si se guarda bajo llave justo cuando debería brillar?

Nos dijeron que su función era simbólica. Lo aceptamos. Que no debía inmiscuirse en política. Lo entendimos. Pero nadie nos advirtió que, llegado el momento de mayor peligro, el símbolo callaría. Que la figura encargada de defender el marco constitucional se limitaría a asistir a recepciones, mientras leyes que comprometen la integridad territorial se aprueban sin rubor.

No pido que el Rey gobierne. Pido que cumpla su palabra. Que el juramento no sea una ceremonia vacía, sino un compromiso activo con la nación. Si no puede hablar, si no puede advertir, si no puede resistir a lo que vulnera la Constitución, entonces que nos digan con claridad: ¿qué; utilidad tiene? Porque un garante que no puede garantizar es como un faro sin luz. Y en esta niebla de fragmentación, lo que España necesita no son coronas, sino convicciones.

Si el Rey quiere ser símbolo, que lo sea de valor cívico, de compromiso constitucional.

Pero si decide ser neutro hasta la irrelevancia, que nos dejen elegir un símbolo que sí se atreva a decir: hasta aquí hemos llegado».

Así comienza la voz de un ciudadano español, desconcertado ante la pasividad institucional en tiempos de erosión constitucional. Este sentimiento, compartido por muchos, plantea una pregunta incómoda: ¿tiene sentido una jefatura del Estado que no puede proteger lo que promete representar? El presente ensayo nace de ese clamor. No para destruir la institución monárquica, sino para interpelarla desde su propia promesa fundacional. Porque si el Rey, como símbol de unidad y garante del orden constitucional, no puede actuar ni alertar cuando ese orden se desvanece, entonces ha dejado de ser símbolo... y se ha convertido en decorado.

De ahí que analicemos su rol, sus límites y la paradoja de su juramento. En este contexto, la pregunta no es si la monarquía debe seguir existiendo, sino cómo puede seguir siendo útil cuando la Constitución, que la sostiene, se ve amenazada.

Introducción

La monarquía parlamentaria española se funda sobre la premisa de que el Rey, como jefe del Estado, representa la unidad nacional, la permanencia institucional y el respeto al marco constitucional. Sin embargo, cuando ese marco es puesto en entredicho –ya sea por leyes controvertidas o por desafíos territoriales– surge una inquietud legítima: ¿puede la Corona seguir siendo útil si su papel es puramente simbólico? Este ensayo explora los límites de la figura real en tiempos de convulsión constitucional.

Marco jurídico de la monarquía parlamentaria

Juramento y paradoja institucional

El juramento del Rey al acceder al trono –guardar y hacer guardar la Constitución– representa un compromiso solemne. Pero en la práctica, su capacidad para cumplir ese juramento está subordinada al marco legal que le impide actuar por iniciativa propia.

“El Rey reina pero no gobierna”: esta frase encierra la paradoja de su función. ¿Qué; valor tiene un juramento si no puede traducirse en acción ante el riesgo constitucional?

Crisis constitucional y respuestas reales

Durante la crisis catalana de 2017, Felipe VI intervino con un discurso institucional que marcó una excepción en su silencio habitual. Fue valorado por unos y criticado por otros, precisamente por entrar en un terreno político delicado. Pero incluso entonces, su intervención no tuvo consecuencias jurídicas ni implicó una acción concreta.

En otros contextos europeos, como el caso belga de 1990, se han dado fórmulas excepcionales –como la declaración temporal de incapacidad de un monarca para sancionar una ley–, pero en España jamás se ha aplicado una fórmula similar.

¿Es el símbolo suficiente?

Los defensores de la monarquía argumentan que el Rey encarna la continuidad, la estabilidad y la neutralidad. Pero esa neutralidad, en tiempos de vulneración constitucional flagrante, puede ser vista como complicidad pasiva. ¿Puede una institución simbólica proteger algo sin poder advertir, señalar o resistir? El papel del Rey en estos contextos se asemeja al de un faro sin luz: presente en el paisaje institucional, pero sin capacidad para orientar ni para alertar.

Conclusión

La monarquía parlamentaria exige del Rey una neutralidad que, frente a crisis constitucionales, puede derivar en irrelevancia institucional. Si el juramento real no puede traducirse en defensa efectiva del orden constitucional, entonces su función simbólica merece ser revisada. No para destruir, sino para redefinir: porque en tiempos de erosión democrática, los símbolos deben iluminar, no decorar. La Constitución de 1978 establece que el monarca jura guardar y hacer guardar la Constitución, lo que implica una obligación solemnemente asumida ante la nación. No obstante, sus funciones están sujetas al refrendo gubernamental, lo que lo convierte en un actor institucional que no puede actuar por iniciativa propia, incluso si la Constitución misma fuese conculcada.

Ese es el dilema: ¿puede existir un garante que no puede garantizar? Cuando se plantea una ley que atenta contra la igualdad de los ciudadanos, la unidad del Estado o el principio de legalidad, y el Rey se limita a sancionarla porque así lo ordena el protocolo, ¿no se convierte su juramento en una ficción performativa?

La ética republicana se basa en la legitimidad del poder derivado de la voluntad popular. La ética monárquica, en cambio, se sostiene sobre una promesa: que el Rey estará ahí cuando el equilibrio se fracture. Pero si su voz está vedada, si no puede alzarla ni siquiera como advertencia, entonces el pacto entre monarquía y ciudadanía se convierte en una relación unidireccional de silencio dorado.

Los defensores del modelo argumentan que el poder simbólico no necesita intervención, sino permanencia. Que el Rey representa lo intocable, lo inmutable, lo sereno. Pero los símbolos que no pueden proteger el contenido que representan, ¿no se vacían de significado? El faro que no puede emitir luz no orienta, no guía, no previene el naufragio. Y España, hoy, vive tiempos de marejada institucional.

El Rey puede seguir siendo Capitán General de las Fuerzas Armadas, presidir actos solemnes y mantener la liturgia de Estado. Pero si no puede proteger la Constitución que lo legitima, entonces no es más que testigo institucional de su erosión. Y los ciudadanos, que sí pagan el precio de esa erosión, merecen saber si el escudo es de acero... o de cristal.

Por ello insistimos: si el Rey quiere ser símbolo, que lo sea de valor cívico, de compromiso constitucional. Pero si decide ser neutro hasta la irrelevancia, que nos dejen elegir un símbolo que sí se atreva a decir: hasta aquí hemos llegado.

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Página elaborada por Rafael Landaeta & Elisa Vagnone